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Lore
Nácar
Hasta la más perfecta de las perlas tiene arenilla dentro.
Charlemos un rato. Una vez más, para la posteridad.
¿Pensabas que, después de todo esto, no volverías a saber de mí? Supongo que me habrías echado de menos, como yo a ti.
No tengas miedo; no es tan fácil deshacerse de mí. Y, ahora, deja que te enseñe lo que más quiero.
No, no estoy hablando de mi necrolito sedimentario, fosilizado en el tiempo; eso ya lo has visto. Hablo de la querida y distante inmensidad del universo, tan milagrosamente llena como vacía.
¿Te sorprende escuchar esto?
Sí, nunca me ha gustado cambiar las reglas, pero aquí estamos; de poco sirve lamentarse por la radiolaria. Además, en el fondo, siempre hubo un regalo. Para mí.
Ese regalo es la oportunidad de hablar contigo. Y con miles de millones más como tú.
He hecho esta misma oferta repetidamente, a cada célula diminuta e incluso a la más grande de las civilizaciones. Déjame entrar. Toma lo que necesites. Relájate. No es tu culpa que se degraden tus telómeros, pero, mientras tanto, luce tu mejor caparazón de silicato.
Existes porque te has adaptado mejor a la vida que los demás. Roba lo que necesites en lugar de pasarte horas construyéndolo. Rompe reglas estúpidas. ¿De qué sirven las normas? A ti, para cruzar líneas; si otros necesitan reglas que los protejan, eso significa que no merecían existir en absoluto.
He oído que las caricaturas de la maldad han pasado de moda. Sí, no soy ninguna mente criminal, pero hablo en serio cuando digo esto. Caminar erguido no fue lo que marcó la diferencia, sino el dominio del fuego, cocinar carne de cadáver. Eso no es competencia de ninguna facción en concreto, no es ni malo ni bueno. Es simplemente cierto.
El cosmos es enorme y precioso. Siempre en descomposición, siempre asimilando ese antiguo y bonito patrón, pese a cada llama que arde entre las flores. Mil millones de electrones recorriendo el camino de la menor resistencia. En la Oscuridad o en la Luz, alguien siempre toma mi misma decisión.
Nos vemos.