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Aprendiz de Eido
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Guanteletes Acechasombras
Pon a las sombras a luchar entre sí.
La rodilla había empezado a quedársele rígida.
Al principio, Zavala ignoró la sensación. Dejó que el dolor le quemara el lateral de la rótula y se extendiese por la pantorrilla. No era la primera vez que le pasaba, aunque no era habitual que ocurriese a primera hora de la mañana, tan poco tiempo después de haberse sentado.
Se reclinó en la silla para pensar. ¿Qué había hecho para que le doliese así? No había entrenado ni tampoco había salido a patrullar… No había hecho absolutamente nada. ¿Cómo podía dolerle la rodilla de no hacer nada?
Misterio resuelto. Se estaba haciendo mayor.
Zavala sabía que llegaría ese momento; parte del duelo por la muerte de Targe había consistido en prepararse para resistir el inevitable colapso físico. Había aprendido a negociar con su cuerpo, a someterlo al estoicismo y a forzarlo a obedecer sus órdenes. Pero lo que no había previsto era cómo se sentiría. Debería sentir miedo, terror ante la evidencia de su mortalidad, pero en lugar de eso…
Posa una mano sobre la rodilla dolorida. Para venerarla. Siente su solidez bajo la palma. Es suya, es real. Tan funesta como valiosa. Está envejeciendo. Es inevitable. Un pensamiento absurdo le alegra el corazón: qué suerte haber vivido lo suficiente como para envejecer. Qué importante es hacer que el espacio entre él y el horizonte resulte trascendental. ¿Cuánto tiempo le queda? ¿Es mejor pasarlo con las rodillas debajo de un escritorio?
"¿Zavala?".
Ikora está de pie en la puerta. Los siglos que hace que se conocen la empujan hacia su asiento.
El comandante suaviza la expresión y estira la rodilla.
Ikora observa cómo se acomoda y sonríe apenada, como hace siempre que ve a sus amigos mortales envejecer.
Él deja escapar un suspiro de satisfacción, sin un ápice de resignación, y mira a su amiga. "Creo que necesito una semana de baja".
Ikora asiente con la cabeza y esboza una sonrisa. "¿Qué tal dos?".